Nota: La siguiente narración fue titulada “Rompiendo el Ídolo de Barro” y correponde a un artículo que Rudit J. Emir publicó en el número de agosto de 1995 de la revista “Hinduism Today” sobre su progresiva aceptación del Hinduismo como religión y forma de vida.
Crecí en una familia cristiana. No solo era cristiana, era protestante. Los protestantes tienden a ser austeros en su ritualismo y en su representación de las imágenes sagradas. La típica iglesia tiene una cruz, y quizás una estatua o pintura de Cristo. Los vidrios coloreados de las ventanas pueden representar la vida de Cristo o de sus Apóstoles, y eso es todo. La tendencia católica por el rico simbolismo era vista por los protestantes de mi familia como una extraña clase de extravagancia, coloreada por un toque de algo casi pagano. Recuerdo mirar escépticamente a los católicos arrodillados en frente de sus estatuas de santos, y encendiendo velas a sus imágenes para invocar sus bendiciones.
Este es el tipo de mente con la que entré en contacto con el pensamiento religioso y la cultura de los hindúes. Alrededor de la década de los 60, el impacto espiritual de India comenzó a entrar en mi vida. La influencia vino primero a través de la literatura contemplativa —la poesía de Rabindranath Tagore, la Bhagavad Gita y las Upanishads. Aquellos pensamientos tocaron mi corazón e iniciaron nuevas emociones en lo más profundo de mi interior, aunque mi corazón aún no volaba abierto de par en par. Aún no había encontrado a mi Guru.
Entonces conocí a mi Gurudev, Swami Chinmayananda. Yo tenía 26 años, con un hambre inquieta que había comenzado 10 años antes y aún no había sido satisfecha. Swamiji abrió mi corazón de par en par; con su intelecto empapado de amor perforó mi mente racional para alcanzar el santuario interior.
Alrededor de esa época, los aspectos simbólicos y rituales de la adoración hindú también comenzaron a ser conocidos por mí a través de bhajans y kirtana (cantos sagrados), postraciones al Maestro, recibir prasada (alimento consagrado) de las manos del Guru, y la primera tentativa, incierta, de la aún extrañamente subyugante experiencia de un Padapuja, la adoración de las sandalias del Guru. Con todo, la protestante se afirmaba en mi: “Yo soy una vedantina, no una hindú. El aspecto ritualístico de la búsqueda espiritual es para los hindúes, no para mí, una occidental. Yo busco la esencia detrás del simbolismo, el símbolo en si mismo puede desecharse”.
Mi primer viaje a India, unos 10 años después de haberme encontrado con Swamiji, incluyó algunas visitas inolvidables a templos y algunas reverentes postraciones ante las imágenes. Ofrecí mis respetos a la tradición espiritual de un país y había madurado bastante para reverenciarla, a causa de mi apreciación intelectual de que cada símbolo contiene un profundo significado detrás. Pero la protestante en mi aún persistió en su protesta contra la adoración de la piedra y la madera inanimadas.
En el otoño de 1987, tuve la buena fortuna de participar en un Campamento Espiritual Chinmaya de Sidhabari, Himachal Pradesh, a los pies de los Himalayas. El lugar cargado de espiritualidad, la meditativa quietud de los Himalayas, condujeron mi mente hacia la reverencia. Una mañana, después de la meditación, me descubrí caminando hacia el templo. Luego de hacer mis pranams (salutaciones) frente a las imágenes del santuario, seguí a los otros devotos a la parte posterior del templo. Debo confesar que no tenía idea de lo que podía encontrar allí. Cuando doble la esquina, mis ojos se posaron sobre una imagen de madera de Ganesha. Una ráfaga de poderosa emoción casi me empujó hacia el suelo. Me estaba tambaleando por dentro. El Señor Ganesha, a través de la imagen, se había vuelto vivo para mí. De hecho, me había agarrado totalmente inconsciente, me había tomado por sorpresa con este inesperadamente poderoso anuncio de Su innegable presencia. “Señor Ganesha, ¿qué has hecho en mí? De todos los ídolos que había contemplado en mis estudios intelectuales del simbolismo hindú, de las muchas Deidades, Tú me dejaste burlada y maravillada —Tú, con tu extraña cabeza de animal, la abultada barriga, el colmillo roto... Yo nunca te tomé seriamente, y me maravillaba cómo tantos hindúes lo hacían. Y ahora ¿qué has hecho en mí? ¡Entre el grupo de hermosas, esculturales, inspiradoras imágenes de los Dioses hindúes, querido Señor, Tú elegiste hablarme a través de la extraña, casi cómica forma de Ganesha!”.
Me marché del templo como si me hubiera golpeado un relámpago. Mi mente más tarde se dio cuenta de qué estaba pasando. Quizás mi encuentro con Ganesha fue simplemente la extensión de una hora de contemplación, que había concluido justo momentos antes de mi visita al templo. Lo más probable es que la experiencia no fuera a repetirse. Al día siguiente decidí probar la nueva realidad hallada el día anterior. Cuando doblé la esquina hacia la parte posterior del templo, me encontré hablando con Ganesha, medio reverentemente, medio bromeando (puesto que el día anterior me había dejado en gran intimidad, sintiendo Su presencia ligeramente jovial): “Ganesha, ¿estarás realmente aquí para mí de nuevo? ¿Afirmarás Tu realidad a través de la imagen inerte de madera tallada? ¡Adelante, pruébamelo!”
Él lo hizo nuevamente. Y nuevamente, y nuevamente, durante muchos días después.
La protestante ya no protestó más.
¿Cómo podía hacerlo? Ahora bien, Ganesha no sólo me habló a través del ídolo, Él también me probó Su presencia como el Eliminador de los Obstáculos para mí.
En mi viaje de retorno de Sidhabari, no tenía reserva para el tren. Amontonada en un grupo apretado sobre la plataforma de la estación, mis amigos trataron valientemente de persuadir al personal ferroviario de permitirme usar un billete no usado por otro pasajero. Fue en vano. El rostro del conductor continuó rígido, su cabeza continuó batiéndose en un ademán de “No”. El momento de partida se aproximaba rápidamente. Cuando faltaba cerca de un minuto, veía cada vez menos probable que pudiera llegar a Nueva Delhi a tiempo para reunirme con Swamiji cuando el llegase allí.
Solamente tuve un único pensamiento “¡Ganesha!”, gemí en mi mente, “¡Debes venir a ayudarme ahora! ¡Elimina los obstáculos!”. En el mismo instante en que grité esas palabras en mi mente, una sonrisa apareció en el rostro del conductor. “OK”, dijo, “arreglaremos un asiento”.
La protestante no protestó más.
El ídolo de barro había sido roto.
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